El invento más revolucionario de la humanidad no fue la elaboración de utensilios, ni la cerámica, ni siquiera la agricultura. Fue el trabajo. Hasta entonces, los humanos o cazaban o padecían hambre y si tenían la barriga llena, se quedaban en casa. Luego algún listillo, posiblemente el primer político, decidió que él ya no cazaría (a no ser que fuese por placer) ni cultivaría verduras (eso ni por placer) sino que obligaría a que otro lo hiciera por él. ¡Había inventado el trabajo! Había inventado la explotación de un ser humano por otro. En vez de cazar personas y comérselas, era mucho más eficiente ponerlas a trabajar. Desde ese día, la actividad humana se ha centrado en la creación de nuevos sistemas, cada vez más eficientes, para lograr tal fin: el sistema tribal, el feudalismo, la monarquía, el capitalismo y el comunismo entre tantos otros.
Sin duda, el lector discrepará argumentando que el trabajo no es necesariamente “explotación” sino “cooperación” e incluso “especialización”: el medio que permite a una sociedad satisfacer las necesidades de sus miembros y progresar tanto socialmente como material, técnico y artísticamente. Desgraciadamente, la historia no confirma tales aseveraciones, por lo menos totalmente: los cazadores-recolectores necesitaban (y necesitan) menos tiempo y menos energía para la obtención de sus alimentos y la satisfacción de sus necesidades que lo que necesita el oficinista medio de hoy en día. Los grandes artistas que decoraban las paredes de las cuevas de Lascaux hace treinta mil años no eran especialistas venerados expuestos en el Tate y cuando muertos usados (sus obras) como refugio de capitales de dudosa proveniencia. No. Nos han tomado el pelo. El trabajo no nos ennoblece ni nos proporciona libertad, como han querido hacernos creer. Cumple esa función para aquellos pocos elegidos que precisamente no trabajan. Y así ha sido durante varios milenios: a la gente se nos ha obligado, mediante la fuerza o el engaño, a producir un excedente a cambio del dudoso privilegio de pertenecer a una compleja sociedad estratificada en la cual hemos mantenido en la opulencia y ostentación a una aristocracia y en menor medida a unas fuerzas armadas, además de un sistema jurídico y una hueste de administradores cuya tarea nunca ha sido otra que la de defender los intereses de esa aristocracia.
No pretendo decir que no necesitamos líderes, científicos, docentes, banqueros, artistas, jueces y administradores: si pretendemos vivir como humanos gregarios, sí que los necesitamos. Sólo quiero poner los puntos sobre las íes.
La tecnología es un indicador bastante acertado en cuanto al grado de “progreso” de una sociedad, ya que da una idea de la subordinación del individuo frente al sistema. Un ejemplo: cuando yo era un chaval, los gitanos venían de casa en casa vendiendo las pinzas para la ropa que elaboraban. Eran trozos de ramitas de fresno de unos doce centímetros de largo y de un dedo de gordo. Estaban hendidos a lo largo hasta la mitad donde tenían clavada una anilla de metal. Un gitano probablemente podría hacer unos diez o veinte en una hora. Hoy, las pinzas para la ropa son dos pedazos de plástico unidos por un muelle y probablemente no las toca la mano del hombre en toda su producción y distribución. No hay placer ni incentivo ni orgullo en el trabajo del operador de la factoría donde se fabrican. Si tomamos todo en consideración, quizás mil pinzas de las modernas representan una hora / hombre de trabajo. Esto lo llamamos “productividad”: evidentemente una devaluación de la actividad humana. La tecnología aumenta la productividad, devalúa el trabajo y destruye el empleo existente. El individuo se vuelve aún más dependiente y en consecuencia, pierde un pedazo más de su pequeñita parcela de libertad. La productividad (y su prima la competitividad) no tiene nada que ver con el valor añadido.
Hace poco oí de la boca de un sindicalista la expresión “la democratización del trabajo”. Esto es, naturalmente, un despropósito, una contradicción intrínseca. Lo que ocurre desde hace algún tiempo y paralelo al desarrollo de la tecnología, lento al principio, más rápido después de la Segunda Guerra Mundial y a una velocidad vertiginosa en los últimos veinte o treinta años, es la democratización de la aristocracia. Siendo los últimos miembros visibles de la aristocracia poco más que reliquias seniles y las familias reales diluidas con sangre de dudosa emprendeduría y bajo sospecha, se ha creado un vacío en la cima de la pirámide social. Y hay una carrera para apuntarse y aprovecharse, mientras se pueda, del excedente generado por el trabajador.
Pero los sindicalistas no son los únicos en usar el concepto de “democracia” de forma algo imprecisa. También he oído a un político nombrar las elecciones como “la fiesta de la democracia” y quedarse tan pancho. Hoy solemos usar esa la palabra para decir algo como “el gobierno según la voluntad del pueblo”. Sin embargo, nosotros el pueblo, nos caracterizamos por la poca disposición a expresar nuestra voluntad: poco más de la mitad de los potenciales votantes acudimos a las urnas, en gran medida porque preferimos delegar la formación de nuestras opiniones a la televisión, la prensa, los partidos y políticos que se supone que nos representan (después de todo es más bien engorroso considerar todas las implicaciones de cada plan de acción). Y éstos, aunque fueran capaces de interpretar la ingente cantidad de información que disponen, están naturalmente más interesados en ocupar y permanecer en los vacíos dejados por el colapso de la aristocracia que en usar esa información en beneficio del pueblo.
Creo que nunca ha habido una democracia en el sentido que le damos. Sencillamente porque nunca tuvo ese significado. Incluso en la Grecia clásica, “la cuna de la democracia”, era un eufemismo para “el gobierno de los que mandan”. La palabra (demos + kratia) significaba algo como el “poder del pueblo” (parece lo de “dictadura de las masas”¿verdad?) pero los que tomaban las decisiones fueron precisamente los que no trabajaban, la aristocracia – “los mejores más poderosos”, otra palabra griega compuesta – quienes vivían del excedente creado por los campesinos, mercaderes, artesanos y especialmente por sus esclavos. Bertrand Russel dijo algo así como que el absolutismo no puede existir sin servidumbre. Lo que pasa es que todo gobierno es inevitablemente y hasta cierto punto absolutista, sea Luis XV, la democracia griega, un politburó comunista, el Papa, una monarquía parlamentaria, una república constitucional … Lo que con toda probabilidad significa que tenemos que hacernos a la idea de que en una sociedad humana organizada siempre habrá algún grado de servidumbre, hoy maquillada de productividad y competitividad.
El otro día, alguien se quejó de cómo la riqueza de su comunidad había sido derrochada y malversada por los políticos y sus compinches, empresas públicas, funcionarios y administradores a todos niveles. Una pregunta relevante es ¿Acaso pretenden desangrarnos deliberadamente a todos? ¿Se han propuesto llenarse los bolsillos esquilmando de manera descarada la remuneración de los trabajadores? Creo que no. En el pasado uno era aristócrata por haber nacido en una familia aristócrata, es decir, porque tu padre lo era. Hoy te conviertes en aristócrata trepando por una escala empinada e insegura de la Administración, o preferiblemente de un partido político, hasta conseguir que te acepten y te concedan “un puesto de autoridad”. Este ascenso requiere muchísima astucia (no necesariamente inteligencia), perseverancia, una sumisión total a la ideología prevaleciente y un abnegado servilismo hacia los que están en lo más alto de la escala. Una vez arriba, como miembro de la Nueva Aristocracia, se te promocionará de cargo en cargo hasta que superes tu umbral de incompetencia donde, igual que a tus predecesores, te dejarán sin efecto, sin necesidad de tomar decisiones: éstas se tomarán en tu nombre y bajo tu responsabilidad por fuerzas invisibles e innombrables. De hecho, todo el proceso parece estar diseñado para moldear tu mente en asumir tu papel de aristócrata, uno de “los elegidos”, y te lo acabas creyendo de verdad. No hay prueba más convincente de ello que las absurdidades condescendientes proferidas (articuladas no es la palabra) por los portavoces del gobierno de turno y los partidos.
El Nuevo Aristócrata, y el Nuevo Aristócrata en ciernes, recibe un salario. Normalmente un salario bastante aceptable y una vez en un “cargo relevante”, un salario muy bueno. Recibir un salario implica que tiene un empleo pero los aristócratas no trabajan para ganar dinero. Son otros los que trabajan para mantenerlos. Así, el Nuevo Aristócrata se enfrenta a un dilema esquizofrénico que resuelve simplemente separando mentalmente el trabajo (por lo que se le paga) de lo que él ve como sus derechos como aristócrata, personificado en el cargo que ostenta.
Si por ejemplo, los ingresos del partido son mayores que los gastos del partido, la diferencia se reparte entre los Nuevos Aristócratas miembros del partido. Si tiene el poder de conceder un contrato a una empresa, no deja de ser natural que la empresa le muestre su gratitud por ello. Si los gastos de viaje se pagan, será en virtud del cargo y no por el trabajo realizado y por lo tanto, deberían pagarse aún sin cometido y/o si los miembros de la familia del Nuevo Aristócrata viajan también. Si compra barato un terreno y luego lo vende con pingües beneficios, no ha incurrido en ninguna irregularidad: el Nuevo Aristócrata (o en situaciones extremadamente delicadas, su señora) es quien ha realizado la compraventa. Como currante en el ayuntamiento, desasociado de su alter ego como dueño de la propiedad, no hizo sino su trabajo al firmar la recalificación del terreno. Etcétera.
Lo que el Nuevo Aristócrata hace en cada uno de estos casos es evidentemente apropiarse de dinero del contribuyente para su beneficio personal, evitando obviamente darlo a conocer ni pagar impuestos por ello. Para el ciudadano de a pie esto es corrupción pero para el Nuevo Aristócrata no hay nada censurable en lo que ha hecho: es su prerrogativa como aristócrata, él es uno de los “elegidos”. Nada que ver con el fontanero que pregunta “¿Con o sin IVA?” O el que solicita un subsidio al que no tiene derecho. Éstos saben que “hacen mal” mientras que el Nuevo Aristócrata, si ve algo mínimamente censurable en sus propias acciones, ese algo es que otros hayan podido atribuir esas “plusvalías” a su remuneración por su trabajo y, por lo tanto, sujetas a impuestos. Esta visión un tanto particular de las cosas explica la insistencia del Nuevo Aristócrata en sólo reconocer su culpabilidad a golpe de sentencias judiciales firmes. Además éstas tardan en producirse y siempre cabe la posibilidad de que el juez también esté trepando por una escala paralela o que haya llegado a la cima de la suya. (2)
También las instituciones nacionales e internacionales nos aportan evidencias de lo que he descrito. A determinados Nuevos Aristócratas (si poseen conocimientos en algún campo en particular se les llaman “tecnócratas”), sin tener en cuenta en lo más mínimo sus dudosas trayectorias previas, se les nombran digitalmente para cargos de relevancia en, por ejemplo, organizaciones monetarias o incluso son impuestos desde fuera como primer ministro en una nación desacreditada. Eso es, siempre y cuando sólo se trate de asuntos financieros. ¡Otra cosa son los escándalos sexuales!
Creo que queda bastante claro que a mí no me gustan los Nuevos Aristócratas y que no apruebo su corrupción. Pero no creo que sean intrínsecamente malvados, sólo son personas propensas a trepar esa escala, igual que la enseñanza o la investigación científica parecen atraer a personas de un carácter específico. En el pasado, las sociedades se han vuelto contra sus aristócratas abusivos, muchas cabezas han rodado y familias enteras se han enfrentado a los pelotones de ejecución. Pero lo que ha venido después nunca ha sido alentador.
Joe Palmer, 2013.
"Productividad"
Baraka es un film-documental dirigido por Ron Fricke en 1992.
Notas del autor:
(1) Escribí la primera versión de estas ideas en marzo de 2013 para lectores de habla inglesa. Un lector español notaría en seguida que estoy hablando de lo que ocurre en España. Sin embargo, creo que el mismo fenómeno se da en cualquier país occidental aún si no ha tenido una aristocracia en su historia o historia reciente.
(2) Todo esto se refiere, claro, a un ámbito cercano, nacional o, a lo sumo, europeo, es decir, interno.
Lo que sí sería interesante, es un estudio de la implicación de los Nuevos Aristócratas (especialmente en su faceta de gobernante) con las empresas multinacionales. El lector podría interesarse por las siglas “TPP” (Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica) y “TTIP” (Zona de Libre Comercio Transatlántica) ambos tratados de libre comercio multilateral, y para redondear “ISDS” (investor-state dispute settlement) o CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias relativas a Inversiones).
[ La solución de disputas entre inversores y Estados es una disposición en los tratados internacionales de comercio y los acuerdos internacionales de inversión que otorga a un inversionista el derecho de iniciar el procedimiento de solución de diferencias contra un gobierno extranjero en virtud del derecho internacional. Por ejemplo, si un inversor invierte en un país el cual es miembro de un tratado de comercio, pero luego ese país incumple o se sale de ese tratado, entonces el inversor puede demandar al gobierno de ese país por incumplimiento.
Los opositores critican que las demandas inversionistas-Estado (o la amenaza de ellas) inhiben la capacidad de los gobiernos nacionales elegidos democráticamente a la hora de implementar las reformas legislativas y sus programas y políticas relacionadas con la salud pública, la protección del medio ambiente y los derechos humanos. También argumentan que los arbitrajes se llevan a cabo en secreto por abogados comerciales que obtienen ingresos de las partes y no tienen responsabilidad ante el público ni se les requiere tener en cuenta las Constituciones Políticas de los Estados ni normas tan elementales como los Derechos Humanos, que forman parte del ius cogens internacional. Además al no haber una instancia superior a ese arbitraje las decisiones del CIADI son inapelables e irrevisables, volviéndose en obligatorias para los Estados.
Otro de los argumentos criticados radica en la capacidad procesal activa no recíproca entre el ente público (el Estado receptor de la inversión) y el ente privado (la empresa inversora): solamente las demandas pueden ser planteadas desde la empresa contra el Estado y no viceversa.
El activista de derechos digitales, Joe Karaganis, ha descrito la normativa como "la soberanía de las multinacionales". Según el periodista Glyn Moody, el término "representa el surgimiento de la multinacional como un igual ante el estado-nación". Fuente: Wikipedia ]
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