Inmune a las enfermedades del alma, a los delirios del corazón, se adentró en el universo de los discursos oblicuos y las posturas robadas. Aprendió la utilidad de la palabra circunstancial y practicó la ubicuidad del gesto. Profesó la conjura del destino y sucumbió al dogma de un mundo loco donde lo intangible pacta trueques con lo vital, donde cada encuentro con la condición humana no era más que el retomar exasperante de un diálogo imposible. Ahora, en la vieja casa de piedra, el tiempo permanece latente bajo la dovela central y no son pocos los que creen verla.
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