Julio solía irrumpir en el ambiente con un indescriptible tufo a crema solar multi-frutas que por aquel entonces sólo los guiris la usaban masivamente. Eran tiempos de playas huérfanas, sin bandera azul, frente a las cuales los cabrones de los barcos coreanos limpiaban sus bodegas. Lenguas de arena punteadas de papeleras naranjas y en las que no había duchas, ni servicios, ni rampas de acceso, ni socorristas, cero... sólo piche en las orillas de un mar ancestral y despiadado. Y si te daba un yuyo te aguantabas rezando con todas tus fuerzas para que no apareciera un fulano en bañador turbo leopardo y gafas espejadas para hacerte un boca-boca. Pero qué más daba, por aquel entonces también nos lo pasábamos bien, nos reíamos, nos tocábamos, comíamos, bebíamos la mejor cerveza recalentada del universo y los niños correteaban desnudos y libres en la orilla, como en cualquier otra parte del mundo. El punto exótico lo aportaban la pareja de Guardias Civiles que paseaban sus uniformes prestos a llamar la atención a las inglesas que se aventurasen a liberar sus perolas al sol. Libres.
En el cielo, el toque del día lo daban los Pitts de la Rothmans Aerobatic Team que acompasaban sus piruetas suicidas al son de unos Bee Gees desgañitándose con el "Stayin' Alive" desde unos altavoces móviles en el aparcamiento. Cada poco, los biplanos soltaban lastre con balones hinchables blanquiazules o cartones de cigarrillos atados a pequeños paracaídas. Cortesía de los cigarrillos Rothmans, pibe. Casi nada. La abundancia del blanquiazul corporativo, los decibelios de los motores y la música, el sol y el tufillo a crema, sal y fuel manejaban para crear un ambiente denso, setentero, festivo, muy rollito Steve McQueen.
Hicimos el amor en el mar, allí donde no hacíamos pié. Piel con piel en una lucha sin cuartel por mantenernos a flote y no ahogarnos como pardillos parapetados entre los amarres de las barcas de pescadores, lejos de la vista de cualquiera. Salimos del agua, ella se ajustó el bikini y sentí su piel erizarse al contacto con la brisa. Exhaustos, nos tumbamos en la toalla, encendí todo machito uno de esos Rothmans y a la primera bocanada mi mente se hizo densa, convulsa, negra mientras un escalofrío recorría mi espinazo dándome placer al contraste con el sol. Eran los años 80 y nosotros apenas unos críos. No teníamos ni pasado ni futuro pero manejábamos el presente con un desparpajo animal que sólo la urgencia por vivir podría explicarlo.
Acurrucó su cabeza sobre mi hombro mientras apuraba el tiempo que nos restaba hablándome y hablándome a la oreja. Yo no le entendía nada, ni media palabra, pero asentía para que no callase jamás, para que se congelaran las horas y el mundo si hiciera falta. Qué quieres que te diga, con lo enrevesado que es, nunca me hubiera imaginado que el alemán pudiese llegar a sonar tan condenadamente sexi.
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