Cuando mi hijo tenía cinco años y tenía por héroe a Jack Sparrow, decidí recuperar la travesía en barco que yo había hecho mil veces (es un decir) a la isla de El Hierro y que por cuestiones prácticas ahora atajaba siempre en avión.
Después de tres horas de vuelo llegamos a media mañana al sur de Tenerife donde aprovechamos para comer con mi hermano mayor y su prole, a los que hacía años que no veía, y embarcamos a eso de las siete de una tarde apacible, de brisa fresca y mar calmo, definitivamente prometedora para quien no quiere ser agitado vilmente como un guiñol.
Subimos a bordo directamente a una sala de butacones llena de pasajeros pendientes de un par de televisores en los que se proyectaban las primeras escenas de Ice Age. Bieeen - me dije - una infantil. Pero mi hijo, indiferente al divertimento, señaló los ventanales:
- ¿Podemos salir? Quiero ver el mar.
- Chico, como si no lo vieras el resto del año... - disimulé orgulloso.
- Ya pero este es el Atláaaantico ¿sabes? - me contestó vacilón.
Así que salimos a cubierta a pasear su curiosidad infinita por cada condenada cosa que nos salía al paso mientras yo le correspondía con mi interpretación estelar de padre popeye.
El barco zarpó con un murmullo bronco y se deslizó majestuoso por las aguas calmas del puerto de los Cristianos hasta dejar atrás la escollera, y pronto tan sólo quedó la silueta y la falda iluminada de una isla en la que nací y viví con insana felicidad los primeros dieciocho años de mi vida. Una vez más, sumido en la nostalgia, evoqué en esta secuencia casi cinematográfica de la isla alejándose en la penumbra el símbolo de mi distanciamiento de una tierra en la que me siento cada vez más como un extraño y de la que me es imposible sacar balance de lo que perdí y gané marchándome.
Mi hijo, ajeno a estas emociones de folletín, me propuso subir a través de la escalinata exterior a la segunda cubierta donde repetimos el ritual de la inspección hasta toparnos con una escalinata más estrecha y empinada que la anterior. Por ella accedimos a una tercera cubierta que no era más que una explanada desierta de cuyo suelo de hierro pintado de verde emergían dos enormes chimeneas negras humeantes como dos volcanes. En un rincón se apilaban una docena de viejas y descascarilladas hamacas, probablemente restos de un tiempo en el que la gente viajaba sin prisas y sin temor de cocerse al sol. En medio de la cubierta había una de esas hamacas, pegajosa por el salitre, en la que mi hijo no hizo ascos para tumbarse. Panza arriba, cruzando los brazos tras la nuca, me dijo con gozo y todo farruquito:
¡Oh! Esto sí que es vida ¿eh, papá?
La frase me pilló como un imbécil con el brazo en alto buscando cobertura para llamar a su madre. Necesité unos segundos para analizar mi entorno y comprender lo que me quería decir. Cerré el móvil avergonzado y me tumbé junto a él. Y así, hombro con hombro, bajo el cielo raso, entre volcanes, encarados hacia América pero a tan sólo ciento setenta millas del Sahara Occidental y casi a ras del trópico de Cáncer, flotando insignificantes sobre los trescientos cincuenta millones de kilómetros cúbicos de Océano Atlántico, rodeados de calderones, zifios, rorcuales, cachalotes, delfines, abades, tiburones martillo, meros, pargos, tortugas boba y qué se yo qué más bichos, recuperé la capacidad de abstraerme. Y con ello disfruté, junto a mi hijo, del florecer de un millón de estrellas en el cielo. Una a una.
II. Nada va a cambiar mi mundo
Evidentemente, esto de evadirse de todo y disfrutar del momento, es una regalía que todos nos hacemos de vez en cuando. Pero entenderlo como un ejercicio práctico y necesario para mantener el equilibrio mental es darle otra dimensión al asunto.
Creo que tomé conciencia de ello cuando tenía unos quince años. Eran carnavales, tenía novia y sólo cabeza para ella. Sin embargo, aquel año me tocó ir a la casa de campo en El Hierro, mano a mano a solas con mi padre. Una tarde, le estaba ayudando a hacer un experimento tipo injerto de un ciruelo en el tronco de un almendro, ya se sabe: pásame la cinta, ahora las tijeras, sujeta aquí, estate quieto con los pies no levantes polvo... Yo, muerto de aburrimiento, me resignaba al miércoles de ceniza mentando mi suerte, mala sombra que tengo, que de seis hermanos me tenía que tocar a mí, con la tremenda juerga que me podría estar corriendo ahora por las calles de Santa Cruz disfrazado de Montserrat Caballé. Vamos, una de esas noches antológicas de que las empezaba con una chica y me despertaba de amanecida en la playa enlazado a otra, sintiendo la angustiosa urgencia por palpar su sexo para comprobar que bajo los restos del maquillaje había efectivamente una chica. Cosas de carnavales. Aunque doy por hecho que esto fue posterior.
Ya está - interrumpió mi padre con su acento inglés - ya hemos hecho nuestra parte, ahora le toca a él. ¿Sabes? – me dijo señalando la tísica ramita de cuatro hojas sujeta con cinta negra de electricista a una herida en cuña hecha con mucho arte en un tronco ciego – en la naturaleza hay momentos en que todo se reduce a dos opciones: vida o muerte, así de simple y así de cruel. No hay término medio, no hay dinero que valga, ni amigos, ni fiestas, ni novias...
Me la suda un pimiento - me dije mordiéndome los labios. Pero mi subconsciente, que es más viejo que yo, dijo trae para acá que ésta me la guardo yo. Porque son de esas frases aparentemente sin trascendencia alguna que sin embargo, con el tiempo, se apuntalan como marcas de referencia en el kilometraje de la vida.
Son muchas las veces que me ha venido a la cabeza y la he reinterpretado, simplificando al límite el momento, eliminando lo superfluo, lo secundario, mis preocupaciones, mis paranoias, lo que no está presente para centrarme en disfrutar lo que estoy viviendo. Lo mismo jugando con mis hijos en el sofá y olvidar que llevo cincuenta horas trabajando sin dormir y que mañana tengo que entregar un proyecto, como dormitando el poniente sobre el ombligo de mi mujer en una playa del Mediterráneo, o deambulando perdido por las calles de Hong Kong. Cuando no hay pasado, no hay futuro ni prima de riesgo ni miedo, la vida se revela rica, plena de matices. Y si algún incauto viene a estropearme eso poco, mendigándome que trabaje más por menos, que me conforme con nada, que reponga la hucha que vaciaron otros, juro que le marcaré el camino de vuelta a collejas. Por insolente.
III. Se acabó el cheque en blanco: quiero contrapartidas
Y el caso es que últimamente no funciono bien, he llegado a un punto en el que me cuesta mucho evadirme de esos delincuentes metidos a políticos que nos dividen en comparsa o en estorbo según les conviene. De los que se valen de la democracia como parapeto para condenar la protesta y la crítica como si no supieran que éstas son precisamente la forma genuina de hacer democracia y además un deber civil.
Me cuesta abstraerme de los que dicen que eso da mala imagen al país, cuando de sobra saben que la imagen del país ya se fue al carajo cuando dos gobiernos consecutivos y un puñado de autonomías jugaron con las cifras del déficit, cuando los bancos falsearon sus balances para tapar los pufos de sus tejemanejes con la administración pública, las promotoras inmobiliarias y la financiación de partidos. Cuando, mientras en Italia su Ministra de trabajo, Elsa Fornero, rompía a llorar al pedir sacrificios a la ciudadanía, aquí un puñado de diputados desalmados vitoreaban el enésimo paquete de recortes sociales anunciado por un presidente atónito ante lo que estaba presenciando (eso quiero creer), todo ello rematado con el “quesejodan” que le viene de estirpe a una mentecata y sus cinco minutitos de gloria.
Me cuesta abstraerme de toda esta peculiar raza de representantes en el exterior que venimos padeciendo desde hace lustros, bravos hasta el ridículo en cuanto pisan Latinoamérica pero que, inexplicablemente, sufren un complejo de inferioridad pavoroso en los consejos europeos y así, gracias a ellos, nos tenemos que aguantar que un holandés nos ningunee. Son los mismos que nos venden barato a una Bruselas que no es más que un cementerio gigante de políticos venidos a menos, burócratas gagás, expertos en legislar el calibre de un pepino pero incapaces de hacer valer Europa como referencia en el mundo y cuyos dirigentes actúan sin legitimidad democrática alguna, sometidos a un banco central tan nefasto como el perro del hortelano porque ni hace ni deja hacer.
Me cuesta abstraerme de los que dicen resignados que nuestra deuda está sometida a los especuladores como si éstos fueran entes gaseosos o conspiradores en la sombra. Como si no fuese posible ponerle nombre y coto a esos “cuatro” grandes fondos bajistas que mueven ingentes cantidades de títulos, capitalizados no sólo por inversores o los “inocentes” fondos de pensiones sino también por el dinero proveniente del tráfico de drogas, de armas, la trata de blancas y el blanqueo de capitales, previa parada técnica en los paraísos fiscales que ningún gobierno de ningún país se atreve a meter mano. Por algo será.
Me cuesta abstraerme la irresponsabilidad de los grandes titulares del desastre de los medios de comunicación nacionales e internacionales, cuya actitud durante esta crisis pasará a la historia por su dudosa independencia y su sospechosa contribución, o al menos complicidad, en la difusión del terror como base para abrir paso a una cultura en la que todo vale a cambio de un puesto de trabajo, sean las condiciones que sean.
Me cuesta olvidar esa imagen del anterior presidente del gobierno y su pomposa reunión con los treinta y siete representantes de la gran empresa con el fin de recuperar la imagen española en los mercados internacionales. Como si no supiera que estos y otros pocos, tan dados al lagrimeo fácil y a pedir mano dura, según trascendió de la reunión, representan nada menos que el 72 % de la evasión fiscal del país. Hubiera sido impagable la asistencia también de algún técnico del Ministerio de Hacienda para bajarles los humos y recordarles a la cara que no se puede pretender ser Alemania teniendo la conciencia fiscal de Tanzania.
Y mientras, en la calle, se ignora y acalla a los millones de autónomos y pymes que representan el 99% de la empresa en este país, que generan el 90% del empleo y el 62% del PIB, muchos de los cuales, ahora mismo se están jugando literalmente su patrimonio por mantenerse y evolucionar en un mercado tremendamente hostil y en continua caída libre.
Me cuesta abstraerme de los que, en su soberbia, nos desafían disparando peligrosamente a su propia línea de flotación fomentando el enfrentamiento entre colectivos que precisamente sostienen el PIB nacional: ahora los funcionarios resultan ser todos unos vagos sobrevalorados y con demasiados privilegios, los autónomos y las pymes somos todos unos explotadores, defraudadores y evasores fiscales, los asalariados unos caraduras apalancados y sin vocación y los parados... los parados mejor ni nombrarlos. Por supuesto que abundan piratas y maleantes, por supuesto que hay que acabar con la economía sumergida y el fraude fiscal, por supuesto que las pymes deben reducir su apalancamiento financiero, pero se predica con el ejemplo y si hay que hacer una criba ésta debería ser de arriba hacia abajo y no al revés. Pues de sobra saben que si los cargos políticos y empleados públicos de libre designación cobrasen acorde a su productividad y honestidad, muchos se quedarían fuera del sistema inmediatamente.
Pero lo que ya me quita el sueño es oír a los que entonan machaconamente el dichoso mantra de “es que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” lo cual no más que una trampa por socializar las culpas de este desastre y así perpetuar un ecosistema por el que han campado impunes durante años.
No, no lo hemos hecho, al menos la gran mayoría: por ahora, sólo un nueve por ciento han calculado mal sus posibilidades (9% tasa de morosidad de empresas y familias a los bancos o 3% morosidad hipotecaria de las familias) y lo están pagando caro, algunos demasiado caro. Cosa que, por lo visto, no les va a ocurrir a los muchos responsables de haber malgastado el dinero público en regalías, frivolidades, representaciones, plusvalías, comisiones, compras y contratas públicas por un valor muy superior al real en el mercado y por supuesto, cómo olvidarlo, en los mamotretos arquitectónicos ahogados por sus propias derramas, imposibles de mantener y aún menos de justificar.
Como la mayoría, estoy dispuesto a contribuir y a partirme la espalda trabajando para mejorar las cosas, pero no lo creo muy pedagógico si esto fuera a cambio de nada. Esto no es un cheque en blanco, quiero contrapartidas: quiero una justicia que funcione, quiero que se depuren responsabilidades de una vez por todas, quiero eficiencia política, quiero productividad política, quiero seriedad política, pido autocontrol político. Quiero que se esfuercen en impulsar una Europa mucho más cohesionada, fuerte, justa, abierta y sometida a la participación ciudadana. Quiero que se reduzca considerablemente el lastre de su carísima burocracia y que deje de ser el paraíso de los lobbies y los mangantes transnacionales en donde se conciben y aprueban leyes a espaldas de sus conciudadanos. Quiero que el BCE deje de ser la extensión económica de un país y que su presidencia esté a salvo de faroleros de dudosa procedencia (Trichet – Escándalo del Crédit Lyonnais, Draghi - Goldman Sachs y la deuda griega). De vuelta a casa, quiero que se acabe el desprecio de las medias verdades, el silencio corporativo de la clase política que los hace a todos cómplices de los delitos de unos muchos, pido que dejen atrás las rencillas heredadas de un pasado que muchos ni siquiera han vivido, quiero que dejen de estar rezagados y se incorporen de una vez por todas al siglo XXI. Pero sobre todo pido que se nos tenga un respeto.
Ya que vamos a seguir conviviendo juntos, hagámoslo pues de la mejor forma posible.
hola yo vi "Coffee and Cigarettes" por mi película favorita de Jim Jarmusch. Si usted echa un vistazo a mi blog de http://mattax-mattax.blogspot.it/
ResponderEliminarLe escribí a usted en el correo electrónico, Hola Matteo da Rimini
excelente espacio ... lleno de lirismo
ResponderEliminary bellas imágenes
Desde el punto de vista democrática:
ResponderEliminarNadie puede negar que nuestros políticos y administradores nos han fallado, no importan las causas. Llevan años, mucho años, fallándonos. Les hemos votado a los políticos para ser nuestros representantes y no han sabido (o querido) representarnos adecuadamente frente a las circunstancias externas e internas ni en el control de la administración. Y me temo que les volveremos a votar la próxima vez. Tenemos lo que merecemos. Si no tenemos respeto a nosotros mismos, ¿cómo podemos pedírselo a otros?